miércoles, 12 de septiembre de 2012

Los Hombres Sombra




Santiago Pfleiderer, diario Alfil, martes 11/09/12
san.pflei@gmail.com

Ayer por la tarde iba caminando por el centro mirando locales, vidrieras y medio atontado por el ruido de los autos y el humo del boulevard cuando de pronto advertí que, al esperar el color verde del semáforo en una esquina, había metido mi pié derecho en un bache que había en el cordón de la vereda… obviamente, inundado de agua sucia. Luego de blasfemar en voz baja, saqué el pié del pozo y procedí, preocupado por el tiempo que corría, a limpiar mi zapato chapucero. Pero entre las cosas que se habían adherido a él me llamó la atención un papelito con una inscripción en tinta roja en el cual podía leerse la siguiente frase: “En medio de una espera neblinosa hay signos, indicios ocultando otros. La realidad que sucede, ¿qué realidad nos oculta? ¿De qué extrañas formas de tristeza y desengaño nos está protegiendo? Así escribo, con derrotado tono.”

Creo que no vale la pena aclarar que con esto mi día cambió radicalmente. Digo, cuando uno va por la vida como un tanque de guerra arrasando con todo lo que hay en su camino y creyendo que se es inmune a todas las chispas del universo, uno está muy equivocado. Se puede andar por las calles sin mirar a nadie, con la vista fija siempre en un punto por sobre las cabezas ajenas; se puede ir caminando con los ojos bajos como leyendo las baldosas; se puede ir a los apurones y pasando gentes por las veredas angostas como si tuviéramos que llegar primero a todos lados; es decir, se puede andar por la ciudad como si nuestras tareas y preocupaciones pesaran más que una mochila de plomo, o como si nuestra vida fuera tan grandiosa que las demás quedasen empequeñecidas. Pero cuando uno va por la calle embriagado de rutina  y de pronto se encuentra con una chispa azul, melancólica, como ese papelito, indefectiblemente nuestro día cambia, y los ojos se vuelven faros de nuestras vidas,  y cada paso que damos lo damos en el cielo, en un cielo que descubrimos por primera vez.

Quien haya sido el que escribió estas palabras, debía haber tenido una gran iluminación y un gran sentido de la percepción, porque tan hermosa revelación no se encuentra todos los días, y menos –vaya paradoja- en un charco sucio de esta ciudad. El cielo del cual les hacía mención es la verdad individual, es la letra siempre exacta pero borrosa, es la voz justa y en el momento indicado, que da señas de pertenecer a un tiempo y lugar equivocados; digo, me refiero a un alma dual y misteriosa que no conocemos, pero que de vez en cuando nos hace sentir extrañeza en medio de tanta seguridad maquinal con la cual actuamos todos los días de nuestras vidas. Estas chispas nos revelan que hay mundos y universos que nos rodean, pero que no podemos percibir debido a nuestra lamentable incapacidad mística y metafísica fruto de que somos engranajes oxidados en esta maloliente industria de seres creados todos iguales, como fríos muñecos hijos de la Producción en Cadena.

Sin duda que cuando a alguien –cualquiera de nosotros, pobres diablos consumidos por la rutina- se le presenta la oportunidad de replantearse las cosas a un nivel medio de profundidad, lo mas plausible es que actúe de manera esquizofrénica y se rebele de maneras cuasi salvajes frente a la sociedad que lo mira con terror y desprecio como a un orangután que eructa o como a un loro que reza el Rosario. Pero frente a la necesidad de liberar las pasiones como una reacción en cadena, pienso que hay seres cuyas almas están tan oprimidas que sólo cabe otra opción, quizá menos ruidosa pero igual de catártica, la de guardar las chispas azules celosamente, como si se guardara un tesoro o un chocolate con almendras, como si se escondiera para uno el secreto de las cosas más elementales, las que le dan verdadero sabor a nuestros pasos, y así saber que hay otros brillos a pesar de la densa oscuridad de muchas almas, y son esas almas doloridas y apesadumbradas las que pueden ver más allá de las sombras para decirnos que por cada paso que damos, que por cada palabra que gastamos, estamos escondiendo otras formas de vivir que tienen que ver con la lucidez que produce el desengaño, con la dureza de sentirse incomprendido, y con la terrible certeza de saber que cuanto más alta es la subida, más duele la caída. Hacer de la propia sombra un estilo de vida, pero vestirla de traje y corbata es la manera de no parecer extraño. Me estoy refiriendo con esto a los Hombres Sombra. Ellos son quienes nos dan hebras de luz por los rincones, por los charcos, con su oscuridad perpetua. Es, justamente, la intermitencia aquello que nos vuelve sensibles. Estos chispazos nos ayudan a pensar –aunque sólo sea por un segundo- en que podemos mirar la vida y nadar en ella con más libertad, siendo conscientes y saber que hay seres dolidos (en estos casos el dolor puede confundirse con la sabiduría) pensando en nuestros pasos ciegos, ciegos por la amarga ilusión de ser libres en una jaula de tiempo irreversible donde un billete es más valioso que una mirada húmeda, incluso, que un abrazo sincero; donde el hombre se encuentra solo en un mundo vacío de creencias, salvo las ligadas al valor incalculable de lo material. Es decir, no hay mitos que sustenten la existencia de un hombre libre, entonces sólo le toca al hombre enfrentarse y reconciliarse con él mismo. Es ésa su libertad, su único camino irrevocable.

El Hombre Sombra es aquel que luego de caer reducido a lo más bajo, ya sea por incomprensión, por desengaño o cachetazos de otro tipo, puede erguirse nuevamente y mirar la vida de reojo, siempre con la cabeza gacha y con la certeza de saber que hay otra vida oculta bajo nuestras pieles, bajo las ropas y tras el opacado ritmo del quehacer diario. Es el llanto mudo de la desesperación que contempla. El Hombre Sombra es la apagada voz, ese derrotado tono. Es el lento paso de la tristeza.

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