Cuando el día cae y la noche se despereza, las estrellas comienzan a brillar como lágrimas congeladas en el cielo, manto azul de recuerdos y melancolía, de vasos rotos y labios rojos que no están, derramando una guitarra y una armónica por los adoquines o el cemento. Eso es el Blues.
Sentado una nochecita tras los vidrios de un bar mientras saboreaba el café y el cigarrillo que me regalo siempre antes de ir a cubrir un recital. Del lado de afuera, gente caminando a los apurones por las vereditas angostas, colectivos atestados y vehículos de todo tipo apresurados por volver rápido al hogar. Así me encontraba cuando, de pronto, todas las imágenes que podía ver a través de esas vitrinas se fueron esfumando y mi atención fue captada por otra ciudad, ¡una ciudad ajena pero tan propia!
Sentado con mi café y mi cigarrillo comencé a oír lo que sonaba en los parlantitos colgados de las paredes del bar. Si, sonaba el grupo Manal, banda argentina de blues de finales de los años ’60. Confieso, es difícil poder transcribir todo lo que estuve apuntando mientras mis sentidos eran absorbidos por la música y las visiones callejeras desde adentro del bar, pero voy a hacer el intento. Todo sea por compartir estas epifánicas percepciones urbanas.
El blues, como género musical, nace de la convergencia de creencias religiosas y ritmos afro americanos al sur de los Estados Unidos. Los esclavos negros que dejaban sus vidas en los campos de algodón o en las minas de carbón comenzaron a relacionarse, más allá del ardoroso trabajo, de manera artística. Fusionaron los ritmos heredados del África con el folk norteamericano y los adornaron con letras de dolor y melancolía, fruto de saberse mano de obra descartable de los políticos y terratenientes yanquis. El blues es eso, melancolía, un dolor amargo que se transforma en dulzura al ser cantado, al ser ejecutado. Podría resumir diciendo que el blues en Norteamérica es originalmente de temática rural.
Pero más de cincuenta años después, y a miles de kilómetros más al sur, comenzó a gestarse algo nuevo.
Las grandes ciudades ya constituidas nunca dejaron de asombrar a quienes pisan sus calles, y a finales de los años ’60 un grupo de jóvenes músicos comenzó a describir la ciudad de una manera en la que nadie antes lo había hecho, por lo menos en esta partecita del mundo. Estos músicos llamados Javier Martínez, Claudio Gabis y Alejandro Medina hicieron, quizá, algo que creían tan importante: crearon el primer blues cantado en castellano. El hecho es de vital y particular importancia.
El primer blues en castellano pinta a la ciudad con colores de vastas tradiciones poéticas y literarias y con las voces de otros tipos de producción urbana. Gracias al trío Manal, no sólo podemos disfrutar de algunas de las letras más hermosas de nuestro rock, sino que además se abrieron en todo el mundo las puertas de los idiomas a un género reservado exclusivamente para el inglés. Pero hay un dato más importante: el blues deja de ser un género de temática rural para pasar a ser un género de temática propiamente urbana. La Ciudad , desde estas maravillosas letras, nos invita a transitar callejuelas embarradas, trenes y subtes, fábricas, bares y plazas. Uno de sus temas, “Avellaneda Blues”, dice así:
Vía muerta, calle con asfalto siempre destrozado.
Tren de carga, el humo y el hollín están por todos lados.
Hoy llovió y todavía está nublado.
Sur y aceite, barriles en el barro, galpón abandonado.
Charco sucio, el agua va pudriendo un zapato olvidado.
Un camión interrumpe el triste descampado.
Luz que muere, la fábrica parece un duende de hormigón
y la grúa, su lágrima de carga inclina sobre el dock.
Un amigo duerme cerca de un barco español.
Amanece, la avenida desierta pronto se agitará.
Y los obreros, fumando impacientes, a su trabajo van.
Sur, un trozo de este siglo, barrio industrial.
Tren de carga, el humo y el hollín están por todos lados.
Hoy llovió y todavía está nublado.
Sur y aceite, barriles en el barro, galpón abandonado.
Charco sucio, el agua va pudriendo un zapato olvidado.
Un camión interrumpe el triste descampado.
Luz que muere, la fábrica parece un duende de hormigón
y la grúa, su lágrima de carga inclina sobre el dock.
Un amigo duerme cerca de un barco español.
Amanece, la avenida desierta pronto se agitará.
Y los obreros, fumando impacientes, a su trabajo van.
Sur, un trozo de este siglo, barrio industrial.
Es, sin dudas, una postal melancólica donde puede verse detalle a detalle la vida de los obreros yendo a sus fábricas, los cigarrillos ansiosos, los paisajes desolados de la industrialización, la soledad y la tristeza del hombre en su vida maquinal. Podemos imaginarnos a un Manzi o a un Lepera escribiendo tales palabras, pero fueron unos jovencitos quienes influenciados por los grandes poetas del tango pudieron reflejar en un charco de agua sucia toda una forma de vida, la vida de quienes están al Sur. Y resulta que el Sur –los límites de la ciudad- significa despojo y postergación, es el espacio de los que no llegarán a ser parte del norte porteño, ese norte porteño exclusivo que nada tiene que ver con las fábricas y el barro. Quizá un Evaristo Carriego, un Borges o un Roberto Arlt podrían haber descripto las callecitas similares de un Sur alejado.
Pero resulta novedoso ver cómo el espacio mismo de la ciudad es criticado desde el arte como el lugar de la subversión de valores y de creencias “saludables” para el hombre. Es decir que si desde el blues la ciudad es símbolo del trabajo forzado y del cansancio, es porque hay una alternativa de “salvación”. Se puede ver en este hermoso tema titulado “Una casa con diez pinos”:
Una casa con diez pinos
hacia el sur hay un lugar,
ahora mismo voy allá, porque ya no aguanto más,
ahora mismo voy allá, porque ya no aguanto más,
no aguanto mas, no aguanto mas
vivir en la ciudad.
sólo humo y soledad,
nada más que respirar,
nunca más, nunca más,
en la ciudad.
Un jardín y mis amigos
no se pueden comparar
con el ruido infernal
de esta guerra de ambición,
para lograr o conseguir
prestigio en la ciudad,
vivir en la ciudad.
sólo humo y soledad,
nada más que respirar,
nunca más, nunca más,
en la ciudad.
Un jardín y mis amigos
no se pueden comparar
con el ruido infernal
de esta guerra de ambición,
para lograr o conseguir
prestigio en la ciudad,
dinero y nada más
sin tiempo de observar
un jardín bajo el sol
antes de morir.
No hay preguntas que hacer
una simple reflexión
sólo se puede elegir
oxidarse o resistir,
para ganar o empatar,
prefiero sonreír,
mirar dentro de mí
fumar o dibujar.
sin tiempo de observar
un jardín bajo el sol
antes de morir.
No hay preguntas que hacer
una simple reflexión
sólo se puede elegir
oxidarse o resistir,
para ganar o empatar,
prefiero sonreír,
mirar dentro de mí
fumar o dibujar.
Para qué complicar, complicar.
Es asombroso cómo la visión negativa de la ciudad nos remite a otros espacios donde el espíritu del hombre puede ser libre y bondadoso: el espacio rural, los jardines, los campos, las sierras. Si la ciudad es el lugar del cansancio, el campo es el lugar del descanso, un lugar de intimidad relacionado con las actividades del artista en armonía con su entorno. Según lo ha dado a llamar la socio-crítica, la “metáfora del viaje” es algo muy común en los rockeros posteriores: es necesario huir, abandonar la ciudad para adquirir experiencias, para aprehender los valores del mundo, y esos valores no se hayan, justamente, en la ciudad. Esto puede verse, también, claramente en una película bella: Into The Wild.
¿Ven cómo el blues argentino –frío y duro como el cemento- nos posibilita realizar viajes placenteros a campitos y estancias de aires y sombras frescas por más de que estemos en un bar tomando café, fumando un cigarrillo y todo el mundo no vea las horas de volver a sus casas?
Santiago Pfleiderer.
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