martes, 13 de marzo de 2012

Las Cuerdas del Fuego



         El niño había nacido en una de las típicas tardes de junio, esas en las que el calor y la humedad siempre dificultan las cosas, allá por 1911. Su madre era una mujer robusta y morena. Tenía las manos duras y percudidas de lavar las ropas de todos los habitantes del pequeño poblado de Hazelhurst, al sur del Mississippi.
        El pequeño Robert era el menor de once hermanos, hijos de la misma madre, Julia Major Dodds, pero no del mismo padre. El antiguo marido de Julia era un ex convicto, borracho y golpeador llamado Robert Dodds. Andaba por los oscuros sótanos de Jackson y de Vicksburg y ya no le quedaba ninguna marca de whisky por probar. El padre del pequeño Robert era un apocado hombre de piel oscura cuya personalidad era casi desconocida por los habitantes de Hazelhurst, y en sus ojos se podía leer una extraña pesadumbre, una onda desesperación apaciguada quizá por el cansancio. Sus ancestros, al igual que él, tuvieron una austera vida en las plantaciones de algodón del extenso Mississippi; es por eso, quizá, que el pobre Noah Johnson tampoco pudo hacerse cargo de su pequeño hijo Robert.
Al crecer, Robert era un joven moreno de voz aguda y rasgos marcados. Ayudaba a su madre con algunos trabajos de reparaciones y acompañaba a su padre a los campos para facilitarle la tarea de recolección del manso tesoro blanco. La pobreza y la discriminación no le impidió a Robert Johnson crecer y moverse con libertad en su poblado y en localidades vecinas, donde junto a un grupo de amigos comenzó a descubrir secretos ocultos de la vida: las calles, las ferias, los bares, la noche, las mujeres, el Jazz y el Blues. Con sólo quince años el joven Robert era habitué de los bares y sótanos de Hazelhurst, Jackson, Little Rock y Baton Rouge, y admiraba con fascinación los ritmos y tonalidades del Rhythm and Blues, del Country, del Gospel, del Blues y del Jazz. Se pasaba horas y noches enteras en sótanos de madera viendo a los negros viejos y enormes tocar y cantar sobre las penalidades de la vida y desengaños amorosos. Alucinaba escuchando el sonido de la trompeta y el contrabajo, sentía que sus pies eran las escobillas de la batería y que su boca soplaba al son de la guitarra y la armónica. Por primera vez creía haber encontrado algo que lo movilizaría, lo que lo ayudaría a salir de su extenuante situación desesperada.
Luego de trabajar esporádicamente como mesero en algunos de los bares a los que asistía cada noche, pudo establecer algún contacto con los integrantes de una banda de blues, y por escasas monedas el joven Robert pudo tener su primera guitarra acústica.
Recurría a sus maestros de guitarra y armónica para así poder tocar y componer sus primeras canciones, pero todo fue en vano. Su inigualable voz aguda y su acento malicioso superaban ampliamente su rudimentaria destreza en la guitarra. Él era completamente malo y duro con su instrumento, no podía coordinar dos notas seguidas y eso lo fastidiaba de sobremanera. Luego de un tiempo, no hubo maestro ni nadie que pudiera hacer algo para que el “mesero” Johnson lograra tener habilidad con la música.
            Una escalofriante tempestad caía esa noche sobre los tejados de Hazelhurst. De la tierra brotaba un vapor espeso, acompañado del fuerte olor de los campos. Robert se hallaba fuera de sí. Todos sus sueños fueron derrumbados como la torrecita de naipes que había sobre su mesa, en un costado del viejo bar. Estaban él y su guitarra, solos, mientras el zumbido del contrabajo hacía crujir las viejas maderas del salón, y se escuchaba la tabla de lavar rasgada con los dedales a pesar de la fuerte tormenta. Luego de algunos tragos, un trompetista ciego se acercó al joven Johnson y le dijo que comprendía su tristeza, que no debiera amargarse. El desconocido hombre guió a Robert hacia una encrucijada, en las afueras del poblado, y le dijo que esperara allí junto a su guitarra. La lluvia no cesaba y pronto sería media noche. En el cruce no había un solo farol, y su instrumento parecía arruinarse. Esperaron un largo rato bajo el aguacero, mientras Robert intentaba afinar su guitarra mojada. De pronto hubo un tenso silencio.
            El joven moreno clavó sus grandes ojos negros en la inmensidad de la noche cuando pudo divisar una silueta que se acercaba por uno de los cuatro caminos de tierra de la encrucijada. Lo vio con claridad. El hombre era alto, tenía finos bigotes y patillas, sus ojos parecían ser rojos, vestía ropas elegantes, frac a rayas y sombrero de copa, y lo más curioso: no estaba mojado. Se acercó casi con prepotente cordialidad hacia Robert, y al ver al joven tratando de afinar la guitarra, el distinguido señor le pidió si se la podía prestar, que éste lo ayudaría a afinarla. Robert, casi obnubilado y sin comprender, cedió y le facilitó el instrumento mojado a su nuevo acompañante. El extraño hombre procedió a afinar la guitarra, y el chico moreno se perdía entre el movimiento de sus dedos. Las manos del desconocido manipulaban las duras cuerdas como nadie antes lo había hecho mientras las clavijas crujían y emparejaban el metálico sonido de las notas. Levantó su cabeza de repente, y se quedó mirando fijamente con sus brillantes ojos de rubí a Johnson:
-Toca, joven. Verás qué bien suena -dijo con potente y grave voz.
Robert agarró su instrumento nuevamente, y con un torpe movimiento lastimó uno de sus dedos y comenzó a sangrar. La mano derecha del trajeado hombre tomó suavemente el dedo sangrante del aprendiz, e introduciéndolo despacio en su boca, bebió la sangre tibia parando instantáneamente con la pequeña hemorragia. El hombre se alejó erguido y sin pronunciar una palabra más. Desapareció, tal como había surgido, tras la espesa tormenta. Johnson no comprendía lo que acababa de ocurrir. Miró a su guitarra con miedo y comenzó a tocar, despacio. Lentamente el sonido fue mejorando y las cuerdas se iban acoplando al rápido movimiento de sus dedos, y en pocos minutos no hubo quién detuviera las salvajes melodías del nuevo guitarrista.
Robert Johnson  comenzó a tocar en los mismos bares por los que antes había merodeado en busca de su vida, y sus antiguos ídolos eran ahora sus pares.
Su voz era aguda y a veces fantasmagórica, y su guitarra destilaba endiablados ritmos. Las canciones hablaban de la soledad, el poder del sexo y la bravura del diablo.
Con su guitarra errante pudo viajar a la lejana Chicago, New York, y la árida Texas, nublando las mentes con “Hellhound on my trail”, “Crossroads” y “Love in Vain”... Relatos y notas que marcan las peripecias de la vida.
Aunque son muy pocos quienes lo recuerdan, en la oscuridad de los profundos bares del Mississippi, los ojos de Robert Johnson también se veían de color rojo.

Santiago Pfleiderer

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